Los mismos nocturnos de siempre.
Los veo entre-ojos, casi mirando hacia atrás. No me detengo y sigo caminando, mientras busco un cigarro en mis bolsillos. Jamás hubo alguno y eso lo supe en todo momento, pero mis manos están inquietas, sudan, y sus dedos, que son mis dedos, se mueven frenéticos rajando paños con sus uñas.
Aún veo la sangre, aún el rojo cubre cada rincón de mis ojos y su consistencia espesa todavía no baja de mi garganta. Me apoyo sobre un auto, afirmado en 90º empiezo a vomitar. Miro hacia atrás y veo a los oscuros. Río. Me urjo. Arcadas. Un grifo quiere sacarme con su amarillenta bilis hasta los huesos. Sigue la noche en su silencio de estrellas vibrantes y perros vagos. Sabrán unos y otros la existencia de ambos?
Los oscuros me siguen sigilosos, ¡ratas! ¡perversos! ¡asesinos!
Chocaría contra el vidrio de una santa botella y taparía con su alcohol mis heridas que quieren secarme las venas, rompería el cristal falso de toda verdad con tal de no ver más a los oscuros. Arranco, una vez más. Huyo, una vez más, el mismo cobarde de siempre. Arranco y choco conmigo. No me entiendo. Me observo y ahí estoy, aterrado, con los ojos salidos, con la respiración galopante, hablando de serpientes y nubes naranjas. Yo y yo. Nadie más que nosotros dos. Y ahora, ¿quién es el oscuro?
Risato
león sin oro
Es él, ser de voz y viento que habita dentro de mi piel. Es Aristo Risato, el de las ideas malditas, el de las letras de sangre.
jueves, 31 de mayo de 2012
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