sábado, 31 de agosto de 2013

Ella estaba sentada en el paradero de micros. Sola. Con una bolsa colgando de su mano, que también cuelga, de su cuerpo que luce cansado. En mi aún mal inglés le pregunté cómo llegar a la estación de trenes. Me preguntó si era chileno. Sí, le dije, lo soy. Nos fuimos juntos en la micro, que ella insistió en pagarme. Me habló de sus hijos, de que llevaba viviendo 35 años en Australia; sentados los dos frente a frente, ella mirándome a los ojos y yo un poco emocionado le ofrecí una naranja que llevaba en mi mochila. Ella dijo que no, que yo la necesitaría más. Y me sonrío con su cara de bondad de madre, quizás de abuela. Ante mi silencio ella sacó de su bolsa un boomerang y un llavero que tenía para regalar a una hermana que no vería ese día. Y yo y el frío, y yo y las lágrimas contenidas en la garganta, y yo mirándola como si la abrazara. Se levantó de su asiento y se bajó. Cuando el bus partió, Fresia se quedó mirándome de afuera, despidiéndose con su mano

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